Durante el periodo de dos semanas en que me quedé aislado por la nieve en una cabaña en las montañas de Colorado, las tormentas de nieve cerraron todos los caminos y no tenía yo nada que hacer, sino leer la Biblia. Pasé por ella lentamente, página por página. En el Antiguo Testamento me identifiqué con aquellos que audazmente se enfrentaron con Dios: Moisés, Job, Jeremías, Habakkuk, los Salmistas. Mientras leía, me sentía como si estuviera viendo una obra de teatro con personajes humanos que actuaban sus vidas de pequeños triunfos y grandes tragedias en el escenario, mientras constantemente le hablaban como de ladito a un Director de teatro invisible: “¡No tienes idea de lo que es estar aquí afuera!”
Job fue el más igualado, lanzándole a Dios esta acusación: “¿Son tus ojos como los de un ser humano? ¿Ves las cosas de la misma manera que la gente? ¿Dura tu vida tan poquito como la nuestra?”
De vez en cuando, podía escuchar el eco de una enorme voz resonante desde tras bambalinas. “¿Ah si? ¡Y tú no tienes idea de lo que es estar aquí atrás tampoco!”—le dijo a Moisés, a los profetas y, de la manera más clara, a Job. Cuando llegué a los evangelios, sin embargo, dejaron de oírse las voces humanas acusadoras. Dios, si puedo decirlo así, “descubrió” lo que es la vida en el espacio restringido del planeta tierra. Jesús se familiarizó con el dolor en persona durante una vida corta y llena de sufrimiento, no lejos de la polvorienta planicie donde Job había batallado. De todas las razones para la Encarnación, de seguro una de ellas fue para responder a la acusación de Job: “¿Son tus ojos como los de un ser humano? ¿Ves las cosas de la misma manera que la gente? Por un tiempo, sí.
A veces pienso: “Si tan sólo pudiera escuchar la voz de Dios desde el torbellino y como Job tener una conversación directa con Dios.” Y quizás esa es la razón por la cual he decidido dedicar mi vida a escribir acerca de Jesús. Dios no está mudo: La palabra habló, no desde el torbellino, sino desde la laringe humana de un judío palestino. En Jesús, Dios se recostó sobre la mesa de disección, por decirlo así, estirando sus brazos en una postura cruciforme, para que todos los escépticos que han vivido alguna vez pudieran someterlo al escrutinio, incluyéndome a mí.
«Señor, gracias, porque ahora tienes ojos como yo y puedes ver las cosas como yo. Experimentaste la terrible brevedad de la vida mortal en esta tierra. ¿Cómo puedo expresarte mi gratitud por contestar las atrevidas e imprudentes quejas de estos pobres seres humanos que somos? Te amo.»
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